Una de las navidades más divertidas que pasé, fué cuando vivía en San Luis, y mi vecino inmediato era el popular "Nano" o "Peter Segundo Monzón", que era el hijo del guardían de la construcción. Lo curioso de Nano es que era gringo.
Sí, gringo.
Bueno, gringo en el sentido que tenía el pelo semi-rubio y ojos pardos. El problema es que el pelo era de un color, más bien, como rayitos color "cucaracha de grifo" con pelo negro y los ojos eran exactamente los mismos que tenía mi perro. Años más tarde, Nano sería la sensación de las discotecas del Cono Norte, y, aunque hace muchos años que no lo veo, calculo que debe ser todo un "as" en bailar perreo, cantar reggaetón y ser el galán de las aceitunas. --Porque solo las encuentras en Los Olivos--
Pero volvamos a la Navidad.
Yo tendría algo de once años, y para ese entonces, las guerras de cohetecillos eran una de mis especialidades, así como reventármelos en la mano sin sufrir daño alguno, hacer "canchita" con los Rascapiés, lanzar Calaveras encendidas con una precisión de cirujano y usar los silbadores como misiles intercontinentales.
Ese veinticuatro de Diciembre, mi viejo había ido al centro y me trajo aproximadamente diecisiete toneladas de cohetes, es decir, tenía artillería como para enfrentar al barrio entero, sobre todo con las dos bombas nucleares nuevas, --cortesía de mi viejo-- llamadas "Ratablancas".
La batalla comenzó como a las 9:00pm, y yo, confiado en mi superioridad de armamento, decidí jugar al "gato y al ratón" con Nano, desperdiciando pertrechos de manera irresponsable, y logrando de esta manera que Nano --desde el balcón de su casa-- me acierte en la cabeza un cohetecillo que me rajó el tímpano como tambor de precisión y poner los pelos de punta a mi madre, que se encontraba en la casa, ya que el tiro entró por la ventana de mi cuarto y la acústica ayudó a que el sonido se duplicara en intensidad.
-"¿¡Oye Carajo, qué mierda pasa ahí!?" dijo mi viejo, con tal entusiasmo que parecía que el mismísimo Zeus se había molestado -"¡Trae para acá estas huevadas!" decía mientras yo veía con horror como se llevaba mi bolsa con todo mi arsenal, dejándome únicamente con una bolsita donde se encontraban las dos Ratablancas.
En ese momento mi cólera no conoció límites, y tomando de la bolsa una de aquellas bestias pirotécnicas, en menos de dos segundos me encontraba en la calle, con la resolución de terminar el enfrentamiento haciendo uso de mi máximo poderío militar. Así fué que encendí la Ratablanca y la lancé con todas mis fuerzas, desde la calle, mientras Nano huía despavorido --perseguido por una estela de luz chispeante-- al interior de su casa.
Lo siguiente que se escuchó fué una explosión cataclísmica, que dejó un panorama apocalíptico y desolador en el cuarto de Nano, que felizmente no llegó mayores, pues sólo se le incendió la cama, y le abrió un hueco en la puerta --por donde cabía una palta madura-- que, al menos, serviría de ventilación pues el calor del verano venía con fuerza.
La única salida que tuve, fué irme como alma que lleva el diablo al parque de la vuelta, donde estaban todos mis demás amigos del barrio y jurar por todos los santos que estuve ahí todo el tiempo, haciéndome totalmente el desentendido.
Y me funcionó, al menos, gracias al Niñito Jesús.
Sí, gringo.
Bueno, gringo en el sentido que tenía el pelo semi-rubio y ojos pardos. El problema es que el pelo era de un color, más bien, como rayitos color "cucaracha de grifo" con pelo negro y los ojos eran exactamente los mismos que tenía mi perro. Años más tarde, Nano sería la sensación de las discotecas del Cono Norte, y, aunque hace muchos años que no lo veo, calculo que debe ser todo un "as" en bailar perreo, cantar reggaetón y ser el galán de las aceitunas. --Porque solo las encuentras en Los Olivos--
Pero volvamos a la Navidad.
Yo tendría algo de once años, y para ese entonces, las guerras de cohetecillos eran una de mis especialidades, así como reventármelos en la mano sin sufrir daño alguno, hacer "canchita" con los Rascapiés, lanzar Calaveras encendidas con una precisión de cirujano y usar los silbadores como misiles intercontinentales.
Ese veinticuatro de Diciembre, mi viejo había ido al centro y me trajo aproximadamente diecisiete toneladas de cohetes, es decir, tenía artillería como para enfrentar al barrio entero, sobre todo con las dos bombas nucleares nuevas, --cortesía de mi viejo-- llamadas "Ratablancas".
La batalla comenzó como a las 9:00pm, y yo, confiado en mi superioridad de armamento, decidí jugar al "gato y al ratón" con Nano, desperdiciando pertrechos de manera irresponsable, y logrando de esta manera que Nano --desde el balcón de su casa-- me acierte en la cabeza un cohetecillo que me rajó el tímpano como tambor de precisión y poner los pelos de punta a mi madre, que se encontraba en la casa, ya que el tiro entró por la ventana de mi cuarto y la acústica ayudó a que el sonido se duplicara en intensidad.
-"¿¡Oye Carajo, qué mierda pasa ahí!?" dijo mi viejo, con tal entusiasmo que parecía que el mismísimo Zeus se había molestado -"¡Trae para acá estas huevadas!" decía mientras yo veía con horror como se llevaba mi bolsa con todo mi arsenal, dejándome únicamente con una bolsita donde se encontraban las dos Ratablancas.
En ese momento mi cólera no conoció límites, y tomando de la bolsa una de aquellas bestias pirotécnicas, en menos de dos segundos me encontraba en la calle, con la resolución de terminar el enfrentamiento haciendo uso de mi máximo poderío militar. Así fué que encendí la Ratablanca y la lancé con todas mis fuerzas, desde la calle, mientras Nano huía despavorido --perseguido por una estela de luz chispeante-- al interior de su casa.
Lo siguiente que se escuchó fué una explosión cataclísmica, que dejó un panorama apocalíptico y desolador en el cuarto de Nano, que felizmente no llegó mayores, pues sólo se le incendió la cama, y le abrió un hueco en la puerta --por donde cabía una palta madura-- que, al menos, serviría de ventilación pues el calor del verano venía con fuerza.
La única salida que tuve, fué irme como alma que lleva el diablo al parque de la vuelta, donde estaban todos mis demás amigos del barrio y jurar por todos los santos que estuve ahí todo el tiempo, haciéndome totalmente el desentendido.
Y me funcionó, al menos, gracias al Niñito Jesús.
